Departamento de
Humanidades
Área de Idiomas - Lengua Castellana 8º
Docente: Mg. Juan Antonio
Guerrero Sandoval
Material de trabajo en clase Semana 8
21 al 24 de Marzo 2017
Realice la lectura del primero, segundo y tercer capítulo del siguiente texto
Si deseas leer todo el texto lo puedes encontrar en
María
En la noche víspera de mi viaje,
después de la velada, entró a mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una
sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz, cortó de mi
cabeza unos cabellos: cuando salió, habían rodado por mi cuello algunas
lágrimas suyas.
Me dormí llorando y experimenté como
un vago presentimiento de muchos pesares que debía sufrir después. Esos
cabellos quitados a una cabeza infantil; aquella precaución del
amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño
vagase mi alma por todos los sitios donde había pasado, sin comprenderlo,
las horas más felices de mi existencia.
A la mañana siguiente mi
padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los brazos de mi
madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos. María
esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla
sonrosada a la mía, helada por la primera sensación de dolor.
Pocos momentos después
seguía yo a mi padre, que ocultaba el rostro a mis miradas. Las pisadas de
nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos. El
rumor del Zabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra derecha, se aminoraba por
instantes.
Dábamos ya
la vuelta a una de las colinas de la vereda, en las que solían divisarse desde
la casa viajeros deseados; volví la vista hacia ella buscando uno de tantos
seres queridos:
María estaba bajo las enredaderas
que adornaban las ventanas del aposento de mi madre.
Capítulo 2
Pasados seis años, los últimos días
de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón
rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más
perfumada mañana del verano. El cielo
tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de
las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las
gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el
sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes
lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso
me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse
en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones
frondosos. Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero
por las copas de añosos guaduales; en aquellos cortijos donde había dejado
gentes virtuosas y amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi corazón
las arias del piano de U... ¡Los perfumes que aspiraba eran tan gratos,
comparados con el de los vestidos lujosos de ella, el canto de aquellas aves
sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón!
Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo
recuerdo había creído conservar en la memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis
condiscípulos, tenían de ella pálidas tintas. Cuando en un salón de baile,
inundado de luz, lleno de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados, de
susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho años y una
mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un
instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias
desconocidas; entonces caemos en una postración celestial: nuestra voz es
impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas no pueden
seguirla.
Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas
después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es
su acento, es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda
aquel canto, que el mundo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las
pampas y las cumbres del Cauca hacen enmudecer a quien los contempla. Las
grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es
necesario que vuelvan al alma, empalidecidas por la memoria infiel.
Antes de ponerse el Sol, ya
había yo visto blanquear sobre la falda de la montaña la casa de mis
padres. Al acercarme a ella contaba con mirada ansiosa los grupos de sus
sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que
se repartían en las habitaciones. Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado
del huerto que me vio formar. Las herraduras de mi caballo chispearon sobre el
empedrado del patio. Oí un grito indefinible; era la voz de mi madre: al
estrecharme ella en los brazos y acercarme a su pecho, una sombra me cubrió los
ojos: era el supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen. Cuando traté
de reconocer en las mujeres que veía, a las hermanas que dejé niñas, María
estaba en pie junto a mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas
pestañas. Fue su rostro el que se cubrió del más notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus hombros
rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos, aún al sonreír a mi primera
expresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha acallado una caricia
materna.
Capítulo 3
A las ocho fuimos al comedor, que estaba pintorescamente situado
en la parte oriental de la casa. Desde él se veían las crestas desnudas de las
montañas sobre el fondo estrellado del cielo. Las auras del desierto pasaban
por el jardín recogiendo aromas para venir a juguetear con los rosales que nos
rodeaban. El viento voluble dejaba oír por instantes el rumor del río.
Aquella naturaleza parecía ostentar
toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo.
Mi padre ocupó la cabecera de la
mesa y me hizo colocar a su derecha; mi madre se sentó a la izquierda, como de
costumbre; mis hermanas y los niños se situaron indistintamente, y María quedó
frente a mí.
Mi padre, encanecido durante mi
ausencia, me dirigía miradas de satisfacción y sonreía con aquel su modo
malicioso y dulce a un mismo tiempo, que no he visto nunca en otros labios. Mi
madre hablaba poco, porque en esos momentos era más feliz que todos los que la
rodeaban. Mis hermanas se empeñaban en hacerme probar las colaciones y cremas:
y se sonrojaba aquella a quien yo dirigía una palabra lisonjera o una mirada
examinadora.
María me ocultaba sus ojos
tenazmente; pero pude admirar en ellos
la brillantez y hermosura de los de las mujeres de su raza, en dos o tres veces
que a su pesar se encontraron de lleno con los míos; sus labios rojos, húmedos
y graciosamente imperativos, me mostraron sólo un instante el velado primor de
su linda dentadura. Llevaba, como mis hermanas, la abundante cabellera castaño oscura arreglada en dos trenzas, sobre
el nacimiento de una de las cuales se veía un clavel encarnado.
Concluida la cena, los
esclavos levantaron los manteles; uno de ellos rezó el Padrenuestro, y sus amos
completamos la oración.
La conversación se hizo
entonces confidencial entre mis padres y yo.
María tomó en brazos al
niño que dormía en su regazo, y mis hermanas la siguieron a los aposentos:
ellas la amaban mucho y se disputaban su dulce afecto.
Ya en el salón, mi padre, para retirarse, les besó la frente a sus
hijas. Quiso mi madre que yo viera el cuarto que se me había destinado. Mis
hermanas y María, menos tímidas ya, querían observar qué efecto me causaba el
esmero con que estaba adornado. El cuarto quedaba en el extremo del corredor
del frente de la casa: su única ventana tenía por la parte de adentro la altura
de una mesa cómoda; en aquel momento, estando abiertas las hojas y rejas,
entraban por ella floridas ramas de rosales a acabar de engalanar la mesa, en
donde un hermoso florero de porcelana azul contenía trabajosamente en su copa
azucenas y lirios, claveles y campanillas moradas del río. Las cortinas
del lecho eran de gasa blanca atadas a las columnas con cintas anchas color de
rosa; y cerca de la cabecera, por una fineza materna, estaba la Dolorosa pequeña
que me había servido para mis altares cuando era niño. Algunos mapas, asientos
cómodos y un hermoso juego de baño completaban el ajuar.
–¡Qué bellas flores!
–exclamé al ver todas las que del jardín y del florero cubrían la mesa.
–María recordaba cuánto te
agradaban –observó mi madre.
Volví los ojos para darle
las gracias, y los suyos como que se esforzaban en soportar aquella vez mi
mirada.
–María –dije– va a
guardármelas, porque son nocivas en la pieza donde se duerme.
–¿Es verdad? –respondió–;
pues las repondré mañana.
¡Qué dulce era su acento!
–¿Tantas así hay?
–Muchísimas; se repondrán
todos los días.
Después que mi madre me
abrazó, Emma me tendió la mano, y María, abandonándome por un instante la suya,
sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa hoyuelada era la de la niña
de mis amores infantiles, sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael.
1. Consulta acerca de Jorge Isaacs, la hacienda "El paraíso" y la canción del mismo nombre
2. ¿Qué otras canciones te hacen referencia a la obra “María”, sus
protagonistas o la hacienda?